viernes, 23 de febrero de 2018

COSTA SILENCIO

EL PUNTO DE ENCUENTRO


Costa Silencio un pequeño paraje del litoral marítimo ubicado a 970 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires. Sin habitantes, con algunos acantilados y serenas playas de aguas de un azul de incomparable belleza, era el lugar ideal para todo aquel amante de la paz y la tranquilidad absoluta. Extrañamente, muy pocos solían visitarla y nadie comprendía el motivo. Solamente se sabía que siempre reinaba el silencio de allí su nombre.

Arnold era un clásico americano de pocas palabras con 35 años a cuestas. Había venido a la Argentina de turista, tiempo atrás, y desde entonces quedó embelezado por sus paisajes. A partir de entonces, mochila en mano, su solitaria vida lo llevó por diferentes regiones de nuestro país. En su periplo bonaerense le habían hablado de Costa Silencio. Era una materia pendiente aún. Pero como todo llega, el extranjero peregrino un día también allí recaló.

Poco más de veinte kilómetros, de un camino de tierra bordeado por un gastado alambrado, lo separaban de aquel sitio. El Sol ya había despuntado. Un poste atrajo su mirada por su forma.


El aire que respiraba cambiaba a un aroma salado. Cruzó un pequeño puente de madera bastante bien conservado, donde un curso de agua serpenteaba por el campo y de golpe se  detuvo. Algo le motivó cierta curiosidad: Una enigmática cruz se dejaba ver al costado del camino, antes de comenzar el sendero del bosque que lo llevaría a la playa.



Pero siguió su derrotero. Se internó en la espesura de una estrecha pero frondosa vegetación donde predominaban los pinos.



A medida que avanzaba por el único camino que conducía a la costa, el montecillo iba mermando en su arboleda para despejarse varios metros más adelante y dar paso al mar.

El típico cartel de “bienvenida”, corroído por el paso del tiempo lo recibió. Acto seguido, sus pies tomaron contacto con la arena de Costa Silencio.


Arnold se frenó. Recorrió con su mirada todo el entorno. Respiró profundo y se recostó en la arena. Sin dudas, el cansancio hizo mella en su cuerpo y en pocos minutos estaba dormido. Ni siquiera reparó en las ruinas de un viejo muelle que se hallaba a pocos metros.


Tres horas después fue despertado por un raro zumbido que no sabía de dónde veníadel mar, del cielo o del bosque lindero. Segundos después cesó, pero bastó para que se incorpore y busque un lugar donde pasar los siguientes días y noches.


Al regresar hizo hincapié en “unas extrañas pisadas” impresas en la arena, que se perdían en dirección al mar. Las atribuyó a algún tipo de animal lugareño.


Ubicado el lugar, desplegó su equipo de campamento, acomodó todo los enseres, tendió una soga entre dos árboles y junto leña para la noche que se aproximaba. Antes que aparezcan las primeras estrellas, caminó a la playa y se introdujo en el agua hasta sus rodillas.


En la lejanía y rodeado de una espesa niebla, cual imagen de los Montes Cárpatos en Transilvania, sobresalía la imagen de un faro de antaño


La carpa iluminada y el pequeño fogón le daban un marco esplendoroso a su primera noche. Las estrellas prácticamente se caían en Costa Silencio y le recordaban otro sitio que había visitado semanas atrás: La bahía de Samborombón, donde quedó fascinado por el constante parpadeo nocturno de “pulsos de luz” en las alturas que semejaban luciérnagas. Y aquí también las detectó, por tanto, algo se unía con aquella lejana bahía.


Prismáticos en mano barrió toda la zona y reparó en una tapera lejana desde donde se elevaban “pequeñas y misteriosas luces de distintos colores” que se perdían raudamente en el firmamento. Las atribuyó a alguien que la habitaba y que obviamente visitaría al día siguiente. Por tanto, se dispuso a conciliar el sueño. 

Pero en el transcurrir nocturno fue nuevamente despertado por ese intenso zumbido. Se sobresaltó. Al incorporarse se percató que en las aguas se deslizaban misteriosas fosforescencias, al tiempo que iba cesando ese sonido ambiental. No se acercó, sólo las observó y le quedó la duda de su origen rápidamente su mente le hizo pensar en algún “cardumen de peces luminosos”. Faltaba poco para que amanezca.


Abrió sus ojos y de inmediato comprobó el porqué del nombre del lugar: Nada se percibía en el ambienteparecía que los pájaros habían emigrado en masa. Solamente una leve brisa y el suave murmullo de las olas se podía escuchar en todo su alrededor. Los pescadores, evidentemente, no hacían de Costa Silencio “su paraíso”. Ellos preferían Bahía San Blas. Por un instante, pensó que éste era el sitio predilecto para todo escritor de ciencia ficción.Terminado el café, se aprestó a visitar a su vecino de la tapera y para ello eligió ir por la playa a pesar de tener que caminar algunos kilómetros de más. Estaba acostumbrado a eso. Pero a los doscientos metros aminoró su marcha y quedó paralizado por lo que vio: Un viejo barco encallado que el día anterior no estaba y que daba la sensación de llevar muchísimos años allí!!! Se acercó lentamente. Lo asoció al muelle derrumbado muy cercano pero no podía creer que horas atrás no había distinguido semejante mole. Apenas se apreciaba su nombre en la proa: “Voyager”.


Siguió su curso, pero cada tanto se daba vuelta como buscando explicaciones. Metros más adelante percibió un olor hediondo y comenzaron a aparecer gran cantidad de peces muertos en la arena como así también numerosas gaviotas sin vida. Pero no se detuvo porque sus ojos ya divisaban la tapera y seguramente su morador le iría a aclarar algunas dudas.


Casi que pasó desapercibido un ballenato muerto que lo hizo trastabillar.


Dejó la playa y se internó por el campo. En su periplo quedó sorprendido por la imagen de una pequeña capilla semicubierta por las aguas que dejaba ver en la cúpula su cruz. Se preguntó a sí mismo en voz alta: “¿Quién vendría a rezar a estos desolados parajes?”


Faltaban unos 200 metros para llegar y un cartel de PELIGRO lo trato de alertar sobre algo. Riéndose para adentro llego a exclamar: “¡¡¡Que peligro podría representar una tapera!!!”


Estacionado frente a la precaria construcción golpeó las manos una y otra vez. Vociferó cada vez más fuerte. En apariencia no había nadie y por el panorama encontrado, con seguridad hacía ya muchos años que nadie pernoctaba en ese desolado y remoto terreno. Por tanto, la curiosidad respecto a las luces de la noche anterior se apoderó de Arnold ¿Cuál era su origen, tan bello en colores pero también tan extraño? Minutos después estaba caminando rumbo a su carpa. Esta vez lo hizo por el campo. Obviamente que sus preguntas y dudas cada vez eran más y sus respuestas satisfactorias cada vez menos.


Ya dentro del monte otra vez una imagen inexplicable.: Una vía férrea en medio de la tupida vegetación!! ¿Qué tren pasó alguna vez por ese sitio que en los mapas no figuraba?


Llego a su hábitat y luego de un breve almuerzo se dispuso a recorrer la zona en dirección opuesta adonde estaba la tapera. Después de una larga caminata, no detectó nada fuera de lo normal. Una inactiva manga de ganado y un solitario molino, tal vez sin uso, conformaban el panorama, con la excepción de dos vacas muertas que presentaban significativos cortes y faltantes de órganos: orejas, mandíbulas, ojos y ano. Una de ellas, extrañamente muerta con sus patas tiradas hacia atrás. Le llamó la atención que en un sitio sin ganado vacuno a la vista, éstas dos aparentaban pocos días de fallecidas.  Insólitamente, aún no había podido distinguir animales vivos en su corta estadía.


Como el día le había deparado sorpresas y cansancio, al anochecer se sentó a contemplar el mar y meditó los pasos a seguir. De repente, una furtiva “sombra triangular” tenuemente iluminada por la Luna cruzó como ráfaga en las alturas produciendo un leve silbido ¿Un ave tan grande? Eso lo conformó en parte, ya que al menos, algún tipo de vida habitaría en las inmediaciones o en los acantilados


Esa segunda noche en Costa Silencio no hubo zumbido, pero a Arnold “algo” lo despertó instintivamente a la medianoche. En la lejanía del campo se vislumbraba una luminosidad blanco amarillenta ¿Un móvil que se acercaba a campo traviesa? Binoculares en mano, sus ojos no podían creer lo que veía: ¡Una capilla iluminada en medio de la nada! ¿Acaso la misma que estaba cerca de la tapera en medio del agua u otra? La sorpresa se convirtió en nerviosismo. Era la primera vez que una situación lo conmovía. No sabía qué hacer. Si quedarse a contemplar aquella realidad que se trastocaba con una dimensión desconocida o acercarse a despejar sus inquietudes. Optó por lo primero, pero minutos después todo se desvaneció en un manto brumoso.


Ya adentro de su carpa no podía cerrar sus ojos hasta que el sueño lo venció. Antes del amanecer se percibió en el ambiente de nuevo el enigmático zumbido. Pero esta vez acompañado de una suave luminosidad blanquecina que se acercaba lentamente al refugio de Arnold. Reaccionó de inmediato y sólo alcanzó a distinguir unas pequeñas figuras que merodeaban alrededor de su casa de tela. No recordó nada más.


Al despertar contempló una imagen única a través de una gran pantalla: Las luces de la Tierra vistas desde el espacio segundos después y como alejándose en un vuelo a gran velocidad por el tiempo, apareció la Luna. Arnold estaba increíblemente tranquilo. Esa tranquilidad que no pudo conseguir en esos días transitando por Costa Silencio.


Allí, en esa parcela marina el cielo matinal se había poblado repentinamente de llamativas estelas nubosas en todas direcciones.


La única evidencia física del paso de Arnold por ese territorio era su documento de identidad, donde se destacaba “un símbolo similar a una H” con restos de arena y tirado a pocos metros del lugar de su morada campestre. Se podía leer en él:


“A.D.N – Arnold Denis Nichols, nacido  en proximidades del Monte Rainier, Yakima, estado de Washington, USA, hace setenta años, un 24 de Junio de 1947


Mientras tanto, en la ruta se detenía un automóvil y bajaba una pareja. Saludaron al conductor. Eran dos jóvenes veinteañeros. Novios con indudable espíritu mochilero, seguramente. Empezaron a recorrer los veinte kilómetros que los conduciría por ese camino a un lugar mágico, según lo que le habían comentado: Costa Silencio.

 


Autoría: Luis Burgos